viernes, 20 de junio de 2014

Historia de un recuerdo


Cada vez que cierro los ojos puedo ver tu rostro, enmarcado en un halo de luz brillante que ilumina cada uno de tus estilizados rasgos, que me recuerda de la forma más dolorosa que un día estuviste a mi lado y jamás volverás a estarlo. Yo lo sabía, lo supe desde un principio, pero eso no fue suficiente para impedir que te amara como lo hice.
 Cuando no era más que una niña de diecisiete años, perdida en un mundo que me había dejado completamente sola, tú llegaste a mi vida de la forma más inesperada. Todo con lo que había crecido: mi vida, mis sueños, mi familia… se lo había llevado el viento en muy poco tiempo. En mi camino apareció una mujer que tuvo la bondad de entregarme un nuevo hogar en el que poder aliviar mi dolor y paliar mi sufrimiento. Mis desgracias me convirtieron en una joven triste, huraña, solitaria y cobarde. Pasaba los días encerrada entre las cuatro paredes de la habitación que me habían asignado, con los ojos clavados en un gran ventanal que me mostraba los suspiros de una ciudad gris, fría y triste. Sobre mi mesita de noche descansaban las diferentes novelas que me habían acompañado durante toda mi vida, lo único que había podido rescatar de mi antigua vida, lo único que me ayudaba a mantenerme de pie.

Cada mañana recibía mis clases correspondientes en las diferentes aulas que tenía el edificio, caminaba como un fantasma hasta el comedor por pura inercia, y porque Amalia había insistido en que debía comer al menos tres veces al día. Jamás te cruzaste en mi camino por aquellos interminables pasillos repletos de gente a la que en realidad no veía ni oía, pues mi mente permanecía en un lugar muy alejado de allí. Cada tarde, cuando el sol se ocultaba perezoso entre las espesas nubes, abría una de mis novelas y comenzaba a leer. Era el único momento del día en el que conseguía que mi alma abandonara mi cuerpo para viajar lejos, a mundos distintos donde podía ser otra persona y vivir la vida que siempre había querido. Al final el sueño siempre me vencía, condenándome a afrontar un nuevo día a la mañana siguiente. Una noche, el sueño se negaba a venir, así que permanecí leyendo durante horas. Fue entonces cuando un sonido rasgado, pero a la vez dulce y melodioso, consiguió arrancarme de mi ensoñación y me devolvió a la realidad de forma brusca. Detrás de la puerta de mi habitación podía escuchar el sonido de lo que parecía un violín. Mi corazón dio un vuelco. Hacía meses que había decidido olvidar la música, hacerla desaparecer para siempre de mi vida, pues su sonido me evocaba demasiados recuerdos, unos recuerdos que prefería olvidar.
Abrí la puerta y caminé siguiendo el punzante sonido de aquel violín. Cada nota, cada melodía, susurraba unas palabras a mis oídos. Sí, la música también podía hacerme volar lejos de dónde estaba, pero no lo había hecho desde hacía bastante tiempo. Llegué hasta una gran puerta de madera, probablemente se trataba de la habitación de otro de los niños que allí habitaban. Mi mano se acercó temblorosa al pomo de la puerta. En realidad no quería abrirla, sólo deseaba quedarme ahí fuera, escuchando, imaginando que eran las manos de mi madre las que sostenían el arco y lo hacía deslizarse por las finas cuerdas del violín. Pero había algo más fuerte en mi interior que me hizo girar el pomo y entrar en la habitación. El sonido de la música se intensificó y allí estabas tú. Un joven demasiado delgado, con los pómulos muy afilados y unos dedos muy estilizados que sostenían el arco con decisión, construyendo una melodía triste, aunque apasionada a la vez. No sé cuánto tiempo permanecí allí, observándote sin que te dieses cuenta. Tu cabello dorado te caía en suaves mechones a través de tu rostro, tus ojos dorados permanecían cerrados. Sin poder evitarlo, me acerqué a ti. Necesitaba hacerlo, necesitaba mirarte de cerca. Sentí cómo mi corazón galopaba salvajemente en mi pecho, gritándome algo que no podía escuchar. Sólo tenía oídos para ti y tu música. Y como nada es para siempre, la canción terminó y tú diste un pequeño respingo al verme.

-         Lo siento, no quería asustarte. – dije yo un poco avergonzada.

-         No me has asustado. – me contestaste con una hermosa sonrisa -. ¿Te gusta la música?

Yo asentí, aunque sentía cómo un nudo me aprisionaba la garganta.

-         Pero me hace daño. – añadí.

  -      ¿Cómo puede hacerte daño? – me preguntaste contrariado.

Aún hoy no sé por qué lo hice. Desde que había llegado allí no había cruzado una sola palabra con nadie, lo único que quería era estar sola para siempre. Sin embargo, algo extraño me ocurrió cuando te vi. Me senté a tu lado, sobre aquella mullida cama, y te conté todo lo que me había pasado. Tú me escuchaste con atención y asentías a cada instante, pues sólo tú eras capaz de comprender el dolor que atenazaba mi alma.

-        La pérdida es lo más doloroso que tenemos, sin embargo, nadie puede escapar de ella. – me dijiste cuando las lágrimas desbordaron mis ojos -. Soy James. – extendiste tu mano hacia mí.

Yo la miré y deseé tocarla con todas mis fuerzas.

-          Yo soy Natasha.

Fue a partir de ese momento cuando el mundo comenzó a adquirir un poco de color. Tu compañía, tu sonrisa y tu música volvieron a iluminar un camino que se había desvanecido por completo. Ahora podía caminar por él sin miedo a perderme. Siempre te estaré agradecida por ello. Pero fue entonces cuando percibí una extraña tristeza en tu mirada, sabía que había algo que te inquietaba, aunque no me atrevía a preguntarte. Hasta que un día, mientras leíamos sentados frente al calor de la chimenea del salón principal, me confesaste el motivo de tu dolor.

-       Natasha, no pretendía decírtelo, tal vez porque pensaba que si no lo hacía desaparecería. Pero es evidente que algo así no va a marcharse sin más y tú debes saberlo.

-    ¿Qué te ocurre? – te pregunté. Sabía que había algo que atormentaba tus días, tu mirada me lo había confesado hacía algún tiempo.

-          Me estoy muriendo, Natasha. Una terrible enfermedad me está consumiendo desde que tengo uso de razón. Tal vez me queden unos cuantos años o sólo unos meses, no lo sé.

El dolor que sentí al escuchar tus palabras me traspaso el corazón como un afilado cuchillo. No dije nada, tan sólo te abracé tan fuerte, que incluso llegué a pensar que si no te soltaba nunca, la muerte no podría arrancarte de mis brazos. Aquella confesión no impidió que nuestra vida continuara con normalidad. Durante algún tiempo no volvimos a hablar del tema e intentamos olvidar la oscuridad que sobrevolaba sobre nuestras cabezas. Esa amistad pronto se convirtió en amor. Ambos nos percatamos de ello, aunque no lo mencionamos de inmediato. Mi sorpresa llegó cuando una noche alguien llamó a la puerta de mi habitación. Al abrir y verte en el umbral me di cuenta de que estaba en camisón. Tú me sonreíste y me preguntaste si podías pasar. Por supuesto que te dejé hacerlo. Me pediste que me sentara en la cama y tú te arrodillaste delante de mí, sosteniendo mis manos entre las tuyas.

-          Sé lo mucho que has perdido en esta vida, lo doloroso que ha sido para ti verte sola en este mundo, por eso no es justo dejarte volver a pasar por lo mismo. Sin embargo hay algo aún más fuerte que eso en mi interior, que me grita sin cesar y me pide que haga lo que estoy a punto de hacer. – tus ojos brillaban con una intensidad que no había visto nunca. Podía sentir cómo tus manos temblaban -. Natasha, desde el primer momento en el que te vi me enamoré de ti, de tu mirada, de tu sonrisa, de tu tristeza. Sé que no tengo mucho tiempo por delante, pero el poco que me queda quiero pasarlo a tu lado, disfrutando de tu presencia cada día. No estás obligada a aceptar, pues tienes todo el derecho del mundo a querer vivir junto a hombre con el que poder envejecer. Aún así, necesito preguntártelo. ¿Te casarías conmigo?

En toda mi vida nadie me había dicho unas palabras como aquellas y, al igual que tú, yo me había enamorado de ti desde el primer día que te vi. Sabía a lo que me enfrentaba, sabía que podías marcharte en cualquier momento y volvería a quedarme sola, pero ¿qué sentido tenía tener la oportunidad de pasar el mayor tiempo posible a tu lado y desperdiciarla? Acepté tu propuesta sin pensármelo y nos casamos al año siguiente. Sabes que aquel tiempo fue el más feliz de mi vida, me entregaste tu vida y yo hice lo propio con la mía. Tú y yo éramos uno y, como tal, vivíamos y sentíamos. Hiciste que la esperanza volviera a florecer en mi interior y fui capaz de aceptar aquello que me había ocurrido y vivir en paz. Bastaron diez años para que la muerte te arrancase de mi lado. Tenías razón, nadie puede escapar a la pérdida. Permanecí a tu lado hasta que la vida se te escapó de tus labios, con un ‘te quiero’ susurrado que me ha acompañado hasta hoy.

Ahora solo vivo de tu recuerdo, pues en los ojos de nuestro hijo puedo verte y sentirte cada día. 

Gracias por todo y hasta siempre, amor mío.