viernes, 20 de junio de 2014

Historia de un recuerdo


Cada vez que cierro los ojos puedo ver tu rostro, enmarcado en un halo de luz brillante que ilumina cada uno de tus estilizados rasgos, que me recuerda de la forma más dolorosa que un día estuviste a mi lado y jamás volverás a estarlo. Yo lo sabía, lo supe desde un principio, pero eso no fue suficiente para impedir que te amara como lo hice.
 Cuando no era más que una niña de diecisiete años, perdida en un mundo que me había dejado completamente sola, tú llegaste a mi vida de la forma más inesperada. Todo con lo que había crecido: mi vida, mis sueños, mi familia… se lo había llevado el viento en muy poco tiempo. En mi camino apareció una mujer que tuvo la bondad de entregarme un nuevo hogar en el que poder aliviar mi dolor y paliar mi sufrimiento. Mis desgracias me convirtieron en una joven triste, huraña, solitaria y cobarde. Pasaba los días encerrada entre las cuatro paredes de la habitación que me habían asignado, con los ojos clavados en un gran ventanal que me mostraba los suspiros de una ciudad gris, fría y triste. Sobre mi mesita de noche descansaban las diferentes novelas que me habían acompañado durante toda mi vida, lo único que había podido rescatar de mi antigua vida, lo único que me ayudaba a mantenerme de pie.

Cada mañana recibía mis clases correspondientes en las diferentes aulas que tenía el edificio, caminaba como un fantasma hasta el comedor por pura inercia, y porque Amalia había insistido en que debía comer al menos tres veces al día. Jamás te cruzaste en mi camino por aquellos interminables pasillos repletos de gente a la que en realidad no veía ni oía, pues mi mente permanecía en un lugar muy alejado de allí. Cada tarde, cuando el sol se ocultaba perezoso entre las espesas nubes, abría una de mis novelas y comenzaba a leer. Era el único momento del día en el que conseguía que mi alma abandonara mi cuerpo para viajar lejos, a mundos distintos donde podía ser otra persona y vivir la vida que siempre había querido. Al final el sueño siempre me vencía, condenándome a afrontar un nuevo día a la mañana siguiente. Una noche, el sueño se negaba a venir, así que permanecí leyendo durante horas. Fue entonces cuando un sonido rasgado, pero a la vez dulce y melodioso, consiguió arrancarme de mi ensoñación y me devolvió a la realidad de forma brusca. Detrás de la puerta de mi habitación podía escuchar el sonido de lo que parecía un violín. Mi corazón dio un vuelco. Hacía meses que había decidido olvidar la música, hacerla desaparecer para siempre de mi vida, pues su sonido me evocaba demasiados recuerdos, unos recuerdos que prefería olvidar.
Abrí la puerta y caminé siguiendo el punzante sonido de aquel violín. Cada nota, cada melodía, susurraba unas palabras a mis oídos. Sí, la música también podía hacerme volar lejos de dónde estaba, pero no lo había hecho desde hacía bastante tiempo. Llegué hasta una gran puerta de madera, probablemente se trataba de la habitación de otro de los niños que allí habitaban. Mi mano se acercó temblorosa al pomo de la puerta. En realidad no quería abrirla, sólo deseaba quedarme ahí fuera, escuchando, imaginando que eran las manos de mi madre las que sostenían el arco y lo hacía deslizarse por las finas cuerdas del violín. Pero había algo más fuerte en mi interior que me hizo girar el pomo y entrar en la habitación. El sonido de la música se intensificó y allí estabas tú. Un joven demasiado delgado, con los pómulos muy afilados y unos dedos muy estilizados que sostenían el arco con decisión, construyendo una melodía triste, aunque apasionada a la vez. No sé cuánto tiempo permanecí allí, observándote sin que te dieses cuenta. Tu cabello dorado te caía en suaves mechones a través de tu rostro, tus ojos dorados permanecían cerrados. Sin poder evitarlo, me acerqué a ti. Necesitaba hacerlo, necesitaba mirarte de cerca. Sentí cómo mi corazón galopaba salvajemente en mi pecho, gritándome algo que no podía escuchar. Sólo tenía oídos para ti y tu música. Y como nada es para siempre, la canción terminó y tú diste un pequeño respingo al verme.

-         Lo siento, no quería asustarte. – dije yo un poco avergonzada.

-         No me has asustado. – me contestaste con una hermosa sonrisa -. ¿Te gusta la música?

Yo asentí, aunque sentía cómo un nudo me aprisionaba la garganta.

-         Pero me hace daño. – añadí.

  -      ¿Cómo puede hacerte daño? – me preguntaste contrariado.

Aún hoy no sé por qué lo hice. Desde que había llegado allí no había cruzado una sola palabra con nadie, lo único que quería era estar sola para siempre. Sin embargo, algo extraño me ocurrió cuando te vi. Me senté a tu lado, sobre aquella mullida cama, y te conté todo lo que me había pasado. Tú me escuchaste con atención y asentías a cada instante, pues sólo tú eras capaz de comprender el dolor que atenazaba mi alma.

-        La pérdida es lo más doloroso que tenemos, sin embargo, nadie puede escapar de ella. – me dijiste cuando las lágrimas desbordaron mis ojos -. Soy James. – extendiste tu mano hacia mí.

Yo la miré y deseé tocarla con todas mis fuerzas.

-          Yo soy Natasha.

Fue a partir de ese momento cuando el mundo comenzó a adquirir un poco de color. Tu compañía, tu sonrisa y tu música volvieron a iluminar un camino que se había desvanecido por completo. Ahora podía caminar por él sin miedo a perderme. Siempre te estaré agradecida por ello. Pero fue entonces cuando percibí una extraña tristeza en tu mirada, sabía que había algo que te inquietaba, aunque no me atrevía a preguntarte. Hasta que un día, mientras leíamos sentados frente al calor de la chimenea del salón principal, me confesaste el motivo de tu dolor.

-       Natasha, no pretendía decírtelo, tal vez porque pensaba que si no lo hacía desaparecería. Pero es evidente que algo así no va a marcharse sin más y tú debes saberlo.

-    ¿Qué te ocurre? – te pregunté. Sabía que había algo que atormentaba tus días, tu mirada me lo había confesado hacía algún tiempo.

-          Me estoy muriendo, Natasha. Una terrible enfermedad me está consumiendo desde que tengo uso de razón. Tal vez me queden unos cuantos años o sólo unos meses, no lo sé.

El dolor que sentí al escuchar tus palabras me traspaso el corazón como un afilado cuchillo. No dije nada, tan sólo te abracé tan fuerte, que incluso llegué a pensar que si no te soltaba nunca, la muerte no podría arrancarte de mis brazos. Aquella confesión no impidió que nuestra vida continuara con normalidad. Durante algún tiempo no volvimos a hablar del tema e intentamos olvidar la oscuridad que sobrevolaba sobre nuestras cabezas. Esa amistad pronto se convirtió en amor. Ambos nos percatamos de ello, aunque no lo mencionamos de inmediato. Mi sorpresa llegó cuando una noche alguien llamó a la puerta de mi habitación. Al abrir y verte en el umbral me di cuenta de que estaba en camisón. Tú me sonreíste y me preguntaste si podías pasar. Por supuesto que te dejé hacerlo. Me pediste que me sentara en la cama y tú te arrodillaste delante de mí, sosteniendo mis manos entre las tuyas.

-          Sé lo mucho que has perdido en esta vida, lo doloroso que ha sido para ti verte sola en este mundo, por eso no es justo dejarte volver a pasar por lo mismo. Sin embargo hay algo aún más fuerte que eso en mi interior, que me grita sin cesar y me pide que haga lo que estoy a punto de hacer. – tus ojos brillaban con una intensidad que no había visto nunca. Podía sentir cómo tus manos temblaban -. Natasha, desde el primer momento en el que te vi me enamoré de ti, de tu mirada, de tu sonrisa, de tu tristeza. Sé que no tengo mucho tiempo por delante, pero el poco que me queda quiero pasarlo a tu lado, disfrutando de tu presencia cada día. No estás obligada a aceptar, pues tienes todo el derecho del mundo a querer vivir junto a hombre con el que poder envejecer. Aún así, necesito preguntártelo. ¿Te casarías conmigo?

En toda mi vida nadie me había dicho unas palabras como aquellas y, al igual que tú, yo me había enamorado de ti desde el primer día que te vi. Sabía a lo que me enfrentaba, sabía que podías marcharte en cualquier momento y volvería a quedarme sola, pero ¿qué sentido tenía tener la oportunidad de pasar el mayor tiempo posible a tu lado y desperdiciarla? Acepté tu propuesta sin pensármelo y nos casamos al año siguiente. Sabes que aquel tiempo fue el más feliz de mi vida, me entregaste tu vida y yo hice lo propio con la mía. Tú y yo éramos uno y, como tal, vivíamos y sentíamos. Hiciste que la esperanza volviera a florecer en mi interior y fui capaz de aceptar aquello que me había ocurrido y vivir en paz. Bastaron diez años para que la muerte te arrancase de mi lado. Tenías razón, nadie puede escapar a la pérdida. Permanecí a tu lado hasta que la vida se te escapó de tus labios, con un ‘te quiero’ susurrado que me ha acompañado hasta hoy.

Ahora solo vivo de tu recuerdo, pues en los ojos de nuestro hijo puedo verte y sentirte cada día. 

Gracias por todo y hasta siempre, amor mío. 

sábado, 24 de mayo de 2014

El niño que miraba a las estrellas


El niño que siempre miraba a las estrellas era mi hermano. Su luz, decía, brilla como si de una pequeña hada se tratase. Y es que él pensaba que esas fantásticas criaturas eran las responsables de que millones de lucecitas brillasen en el oscuro cielo al caer la noche. Yo sonreía al oír sus palabras, no podía cuestionar su imaginación, pues lo único que estaría haciendo sería destruir aquello que mantiene el alma con vida: la imaginación.
Mi hermano era un niño completamente normal durante el día. Iba al colegio, jugaba con sus amigos, leía algunos libros, estudiaba. Cuando el poderoso sol se alejaba para dejar sitio a la blanca luna, mi hermano corría hasta la ventana de su habitación y miraba las estrellas. Si alguna noche las nubes osaban ocultar su brillo, entonces mi hermano lloraba. Era tanto su entusiasmo por aquellos pequeños astros que una noche decidí observarlo detenidamente para intentar descifrar el motivo de su inquietud. Permanecí en el umbral de la puerta de su habitación, conformándome con observar a través de una pequeña abertura. Él pareció no darse cuenta de mi presencia, pues no despegaba su mirada del oscuro cielo. No puedo recordar con exactitud cuánto tiempo estuve allí, pero fue mucho, de eso estoy segura. Los ojos de mi hermano brillaban de un modo especial, como si lo que había allí arriba fuese lo más maravilloso del mundo. Es cierto que las estrellas son muy hermosas, pero debía haber algo más, ¿verdad? Y lo había.
Llegó un momento en el que debía luchar contra mis párpados para que no se cerrasen y me dejasen observar un rato más. Fue entonces cuando oí algo que casi me hizo gritar.

-          No, Anna, no te vayas todavía. – dijo mi hermano con su cantarina voz quebrada por la inquietud.

Mi hermano, mi pequeño hermano de apenas seis años había pronunciado el nombre prohibido. Si alguien en casa osaba hacerlo, entonces tendría problemas. Y él lo había hecho. Miré hacia el oscuro pasillo. No había nadie. Suspiré aliviada al comprobar que tan solo yo lo había escuchado. Desvié la mirada hacia mi hermano y me sobresalté. Ya no estaba junto a la ventana. Me atreví a abrir un poco más la puerta y lo encontré tumbado sobre la cama, con sus dulces ojos anegados en suaves lágrimas.

-          Buenas noches, Anna. – dijo con tristeza.

No pude soportarlo más. Me marché a mi habitación con mucho cuidado para evitar que alguien pudiera oírme. Cuando me hallé en el interior, entonces otorgué libertad a mi sufrimiento y dejé que las lágrimas desbordaran mis ojos. Sin saber bien por qué lo hacía, me acerqué a la ventana y observé el cielo. Parecía el mismo de siempre, el que todas las noches nos cubría con su oscuro manto. Tal vez fuese mi imaginación, pero parecía que una de las estrellas era más grande que las demás y su brillo mucho más intenso. Anna, mi pequeña Anna. ¿Estabas ahí? No fue necesario que nadie contestase, pues algo en mi interior había cambiado. Esa profunda tristeza que ahogaba mi alma parecía estar disolviéndose poco a poco, para ser sustituida por algo mucho más cálido y luminoso, ¿nostalgia, tal vez? O más bien la añoranza de algo ya pasado y que no iba a volver.

-       ¡Mira Laura! Lo he hecho para ti. – gritaba la vocecilla dulce y acompasada de mi pequeña Anna cuando acababa de cumplir tres años.

Aparté la mirada de las estrellas y miré hacia mi oscura habitación. La luz de esa pequeña estrella se había colado a través de los cristales y me estaba regalando el recuerdo de mi Anna. Allí estaba mi hermana, tan pequeña como la recordaba, con su cabello castaño cayéndole sobre los hombros y su hermoso y entrañable rostro me dedicaba una tierna sonrisa. Su manita me ofrecía un pequeño regalo que me había hecho con sus propias manos: un hermoso collar decorado con flores que ella misma había recogido del jardín. Me acerqué a ella y me coloqué a su altura para poder mirarla a los ojos.

-          Gracias, pequeña. Es lo más bonito que me han regalado nunca. – le dije intentando contener las lágrimas.

-          Prométeme que te lo pondrás todos los días. – me pidió.

-          No pienso quitármelo nunca. – le prometí.

Mi pequeña Anna sonrió satisfecha y se marchó. La luz seguía brillando dentro de mi habitación pero ella ya no estaba. Llevé el collar durante una semana entera, hasta que la luz de su sonrisa se apagó para siempre y las flores comenzaron a marchitarse. Aún recuerdo aquella llamada que recibí mientras estaba en el instituto.

-          Laura, tienes que venir a casa. Tu hermana no ha podido resistir más.

La voz de mi madre se apagó hasta que sólo pude escuchar el eco del sonido del teléfono. No recuerdo cómo llegué hasta casa, lo único que puedo recordar es a mi hermano pegado al ataúd de Anna, negándose a separarse de ella bajo ningún concepto. Ambos tenían tres años en esos momentos. Habían permanecido unidos desde el día de su nacimiento y ahora la delicada salud de mi hermana los había separado para siempre. Pero todos nos equivocábamos. Anna seguía con él. Cada noche lo acompañaba para aliviar su soledad e infundirle fuerzas y esperanzas para seguir hacia adelante. Era eso lo que había hecho que mi pequeño hermano no se desmoronara, y ahora lo entendía. Con el corazón latiéndome con fuerza, abrí un pequeño joyero de cristal que tenía en mi mesita de noche. Allí estaba el hermoso collar que mi Anna me había regalado días antes de perder la vida. Las flores se habían oscurecido, pero aún conservaban un dulce aroma que llenó de luz mi alma. Me puse el collar y me encaminé hasta la habitación de mi pequeño Aarón. Cuando entré, comprobé que dormía plácidamente. Me tumbé a su lado en la cama y lo abracé con fuerza.

-          Te quiero, Laura. – me dijo con voz adormilada.

-         Y yo a ti, pequeño mío.


Nuestro abrazo duró toda la noche, acompañado por la calidez de una brillante luz que entró por la ventana para arropar nuestro sueño.

viernes, 28 de marzo de 2014

Miedo a la oscuridad


El miedo es algo que se apodera del ser humano evitando que cualquier atisbo de luz o esperanza se filtre a través de la oscuridad que ha invadido el corazón. Por eso los actos que cometemos cegados por esa sensación pueden llegar a ser muy peligrosos. Es lo que le ocurrió a Amanda, una mujer aterrada por un extraño don que poseía y del que nunca supo su origen.

Sus manos eran más poderosas de lo que serían las de cualquier otra persona, pues le revelaban el destino de aquellas personas a las que tocaba. Descubrió este poder cuando tan solo tenía cinco años y pudo ser consciente de lo que estaba pasando. Al establecer contacto con su madre, unas imágenes muy confusas se apoderaron de su mente. Todo lo que había a su alrededor despareció y fue sustituido por lugares que no conocía y que tampoco comprendía. No sabía qué significaban esas imágenes pero, al desparecer, una sensación muy clara invadió su corazón: la soledad. Sabía que su propia madre viviría una vida solitaria, a pesar de las personas que vivirían a su lado.

Los años pasaron y Amanda aprendió a vivir con aquello que le habían dado sin haberlo pedido. Más que un don parecía una maldición. No soportaba ser partícipe de las desgracias de los demás, pues las alegrías sólo las sentía en contadas ocasiones. Aprendió a olvidar e ignorar y, por supuesto, evitaba establecer contacto directo con la gente, sobre todo con sus manos. Cuando no tenía opción, utilizaba gruesos guantes, ya que descubrió que con ellos no sentía nada. Para excusar esta extraña costumbre, alegó una extraña enfermedad de la piel que afectaba a sus manos y que se agravaba bajo la luz del sol. Con el paso del tiempo dejó de ser el blanco de las miradas y cotilleos, haciéndole posible olvidar su capacidad y llevar una vida normal.
Pronto se casó con un gran hombre que supo hacerla feliz y ambos se instalaron en una de las ciudades más importantes del país. Su marido era un alto cargo del gobierno, por lo que ella se convirtió en una mujer importante y respetada. Al cabo de poco tiempo, la vida la bendijo con una hermosa niña de cabello negro como el ébano y ojos claros como el mar. Luna fue el nombre que eligió para ella, pues al mirarla, acudía a su mente la paz y la tranquilidad de la oscura noche.
Siempre fue muy cuidadosa con todo lo concerniente a su poder, por eso evitaba permanecer demasiado tiempo sin sus guantes. Pero un día se olvidó completamente de ellos y Luna comenzó a llorar en su cuna. Sin apenas pensar en lo que estaba haciendo, Amanda se acercó hasta su hija y la sostuvo entre sus brazos con sumo cuidado. La arropó entre su pecho para tranquilizarla y fue entonces cuando comprendió lo que podía pasar. Sin darle tiempo para soltar a la niña, una terrible oscuridad la invadió, borrando de sus ojos el blanco dormitorio. Fuego, dolor, sangre y miedo, mucho miedo. Amanda intentó gritar pero ningún sonido pudo escapar de sus temblorosos labios. Cuando el control volvió a su cuerpo, soltó a la niña en la cuna y la miró horrorizada. Muerte. Su hija era portadora de mucho sufrimiento y destrucción. La muerte cabalgaba junto a ella y se cobraba la vida de aquellos que la rodeaban.
Amanda salió de la habitación sin mirar atrás. Luna continuaba llorando pero ella ya no la escuchaba. En lo único que podía pensar era en el miedo que le atenazaba el corazón. Jamás había sido testigo de una sensación tan terrible, los escalofríos que recorrían su cuerpo la hicieron tambalearse hasta que sus rodillas tocaron el frío suelo. Miles de imágenes desfilaron a través de su mente. Todas eran horribles. No podía permitir que sus seres queridos sufrieran una suerte tan terrible pero, ¿qué podía hacer ella? ¿Sería capaz de quitarle la vida a su propia hija? No, no podía, y lo sabía. Aunque la seguridad del mundo dependiera de la desaparición de Luna, Amanda no tenía ni el valor ni las fuerzas suficientes para arrebatarle la vida a un ser que era parte de ella. Fue entonces cuando la solución apareció sin previo aviso. Esa misma noche partiría una caravana de mercaderes que había llegado hacía dos días para vender sus productos. Se marcharían muy lejos y era bastante probable que no volvieran en mucho tiempo, tal vez nunca. Bajo la tenue luz de la luna, Amanda podría pasar desapercibida y dejar a su hija en uno de los carromatos. Nadie la descubriría hasta que se encontraran demasiado lejos para regresar. No era un acto honroso, Amanda lo sabía, pero le faltaba valor para afrontar lo que se avecinaba.
Cuando el sol se ocultó y la ciudad se dispuso a descansar, Amanda dejó a su marido arropado por la tranquilidad del sueño y salió al exterior con su hija en brazos. La niña dormía de forma placentera mientras era conducida hacia un lugar totalmente desconocido. Amanda llegó hasta la zona donde acampaban los mercaderes y pudo sortear a los vigilantes. Resguardada por los altos árboles que coronaban las afueras de la ciudad, la mujer depositó a su hija en un carromato, sobre un mullido cojín de plumas. Luna profirió un ligero gemido, aunque pronto la serenidad volvió a su pequeño rostro. Amanda sintió cómo una parte de su corazón se partía en mil pedazos, algo que no volvería a restaurar jamás. Se alejó con mucho cuidado para evitar que alguien la descubriese. Cuando se encontró lo suficientemente lejos y supo que nadie la escucharía, el llanto invadió su cuerpo y cayó al suelo desprovista de todas sus fuerzas.

Continuará...


viernes, 28 de febrero de 2014

El joven trovador



Durante mucho tiempo pensé que mi vida no merecía ser contada, debido a la falta de intensidad y aventuras, pero todo eso cambió un buen día, cuando un grupo de trovadores consiguieron infiltrarse a través de las férreas murallas que nos rodeaban.
Mi mundo se reducía a la escasa extensión de tierra que pertenecía a mi pequeña ciudad. Muchos pensaréis, si tan pequeña era, ¿por qué no tomé la iniciativa de explorar nuevos horizontes? Lo intenté, os juro que lo hice. Pero no sirvió de nada, pues el miedo se había apoderado de los corazones de mis vecinos, evitando soñar con cualquier contacto exterior. Os lo explicaré todo desde el principio.

Mi pueblo, valiéndose de un gran esfuerzo, construyó durante años una ciudad próspera, pacífica y hospitalaria. Acogía a todo aquel viajero que deseara pasar una noche arropado por el calor de una buena hoguera, bajo las suaves sábanas de una mullida cama. Cirio se convirtió en un destino más que deseado por todos, incluso por los grandes mandatarios del país, que preferían realizar allí sus reuniones importantes antes que hacerlo en cualquier ciudad vecina. Las sonrisas, los gritos de júbilo, las muestras de cariño y las bromas componían el decorado de nuestras calles cada día. Pero todo es efímero, tanto como nuestra propia vida.
Cuando soplé las velas de mi cuarto cumpleaños, un fuerte estruendo hizo temblar la mesa donde descansaba mi pastel, haciéndolo caer al suelo, donde quedó destrozado irremediablemente. Mis padres, al ver cómo las lágrimas desbordaban mis ojos, corrieron hacia la ventana para comprobar qué era lo que había provocado tal alboroto. Mi madre ahogó un grito al comprobar que un millar de soldados se habían infiltrado en la ciudad, destrozándolo todo a su paso y arrancando las vidas de aquellos que habían sonreído minutos antes. Nos estaban atacando. Esa era la realidad, por increíble que pareciera. No había ocurrido algo así en más de mil años y ahora todo aquello por lo que habíamos luchado se desmoronaba.
- Quédate con Clara. Yo tengo que averiguar lo que está pasando. – la voz de mi padre había cambiado de repente, ya no era tierna y dulce, ni estaba acompañada de una ligera sonrisa. La preocupación, el miedo y la desesperación la habían tornado seca, grave y triste.
- No, no vayas. No tienes por qué hacerlo. – le imploró mi madre con lágrimas en los ojos.
Mi padre posó sus manos sobre las mejillas de mi madre y la besó en la frente con una suavidad abrumadora.
- Nuestro pueblo me necesita y debo protegeros, es mi deber.
Mi madre agachó la cabeza y asintió lentamente.
- Pase lo que pase, no salgas de casa ni abras la puerta a nadie, ¿me has entendido? – mi padre temía que mi madre no lo obedeciera y se obcecara con la idea de seguirlo. Pero ella se limitó a asentir una vez más.
Fue entonces cuando mi padre se acercó a mí y limpió mis lágrimas con uno de sus pañuelos de seda que tanto me gustaban, porque llevaba impregnado su olor, a menta y canela.
- Ahora tienes que ser una niña obediente y hacer caso a mamá en todo lo que te diga, ¿de acuerdo? – su voz volvía a ser la misma de siempre, aunque mi corazón se encogía de miedo y no sabía por qué.
- Sí, papá. – contesté con mi voz de niña -. Pero no tardes en regresar, recuerda que mamá va a preparar tu cena favorita esta noche.
Mi padre asintió con una leve sonrisa y un brillo extraño en los ojos. Me besó en la frente y se alejó de mí sin volver a mirarme. Entró a su dormitorio y salió vestido con un atuendo muy extraño que detesté desde el primero momento en que lo vi. Además llevaba en la mano un objeto extraño, parecía un gran cuchillo muy afilado. ¿Para qué lo querría? Algún tiempo después lo comprendí todo con claridad.

Mi padre se marchó esa tarde y no regresó jamás. Mi madre hizo todo lo que él le había pedido y permanecimos ocultas en casa hasta que los fuertes ruidos del exterior desaparecieron. Cuando la calma volvió a reinar en Cirio, mi madre abrió la puerta con manos temblorosas y ambas descubrimos cómo había cambiado todo en unas pocas horas. El crepúsculo de la tarde tiñó el cielo de rojo y la sangre había sustituido a las flores en las calles de piedra de nuestra ciudad. Mi madre intentó taparme los ojos y ocultar aquello que tanto podía afectarme, pero era demasiado tarde. Esa imagen se quedó grabada en mi mente para siempre.
Todos aquellos que consiguieron salvarse ese día trabajaron hombro con hombro para devolver a Cirio su esplendor habitual. Construyeron en el cementerio un pequeño panteón en honor a aquellos que habían perdido la vida protegiéndonos a todos, incluyendo a mi padre.
A los pocos días, todo pareció volver a la normalidad, sin embargo llegó a nuestras casas una citación del gobernador. Debíamos reunirnos en la plaza de Cirio para escuchar un comunicado oficial. Mi madre permitió que yo estuviese presente. Nunca había visto al gobernador en persona y me intimidó su elevada estatura y su intensa mirada, que parecía traspasarte el corazón. Cuando comenzó a hablar di un respingo. Su voz era profunda, grave y muy potente.
- Querido pueblo, os he reunido hoy aquí debido a la tragedia que se ha cernido sobre nosotros. Hace unos cuantos días nos atacaron sin darnos un aviso previo. Tuvimos que hacer frente a la amenaza solos, sin la ayuda de nuestros vecinos, a los que acudí de inmediato. Nos ignoraron y ahora seremos nosotros los que olviden que existen. Cuando salga el sol comenzaré a construir una gran muralla que nos protegerá de todo peligro del exterior y evitará que vuelvan a atacarnos y a arrebatarnos a aquellos a los que amamos. Se establecerá una guardia en las puertas de la muralla que sólo dejará entrar las mercancías destinadas a abastecer nuestras necesidades. Nadie podrá entrar, pero tampoco nadie podrá salir. Somos perfectamente capaces de vivir y prosperar solos, resguardados bajo la protección de la muralla y sin el temor anidando nuestros corazones.
Nadie puso objeciones a lo que se dictaminó esa noche, porque el miedo aún se hospedaba en las almas de todos nosotros y el resentimiento por la falta de ayuda nos instaba a desear la destrucción de cualquier lazo con el exterior.
Al poco tiempo, una imponente muralla se alzó ante nuestros ojos y nos encerró en Cirio para siempre.
Jamás volvieron a atacarnos, la paz volvió a nuestra ciudad y las risas acaparaban las calles. Mi madre no derramó ni una sola lágrima por la muerte de mi padre, pero algo en ella se había roto irremediablemente. Su dulce voz cantarina que nos despertaba cada mañana había desaparecido, su sonrisa juguetona se había evaporado por arte de magia, su cabello perdió el brillo que iluminaba su rostro, sus ojos se apagaron sin ninguna explicación y sus movimientos se tornaron lentos, tristes y desganados. Cuando yo estaba delante, ella intentaba disimular todo esto, pero en los momentos en los que se creía sola, se dejaba llevar por la tristeza y el pesar.
Pasaron los años y nada cambió en Cirio. Yo paseaba por las calles observando siempre los mismos rostros, nadie entraba en la ciudad y, por supuesto, nadie salía. Cirio se convirtió en una prisión de la que no podía salir. En más de una ocasión le pedí a mi madre que me dejara viajar a una ciudad más grande para poder hacer aquello que conseguía llenar mi corazón: escribir historias.
- Jamás vuelvas a pedirme una cosa así. Nunca, Clara, nunca saldrás de aquí. Perdí a tu padre después de dejarlo marchar y no volveré a cometer el mismo error. – esa era siempre su respuesta y yo carecía de argumentos para rebatirla.
Así que me resigné a vivir rodeada de esa muralla que no me dejaba ver más allá de mi pequeña ciudad, creando historias de mundos desconocidos para mí, sin posibilidad de que nadie se interesara por ellas. Mi madre me animaba a conocer chicos que pudieran interesarme para establecer una relación romántica, pero mi corazón aún no estaba preparado para algo así, eran otros anhelos los que ocupaban todo mi tiempo. Incluso cuando ayudaba a mi madre en sus labores de costura, que era a lo que se dedicaba, yo no podía dejar de pensar en el mundo que se alzaba detrás de esa muralla que yo no podía cruzar.
Una mañana, mientras terminaba de coser el bajo de un vestido que habían entregado el día anterior, un tremendo alboroto me hizo perder la aguja en el suelo. Mi madre comenzó a temblar violentamente, reviviendo el miedo que había sentido el día que atacaron Cirio. Yo dejé el vestido en la mesa y me dirigí a la ventana para averiguar lo que estaba pasando.
- Clara… - me estremecí al sentir el miedo que impregnaba la voz de mi pobre madre.
Yo la tranquilicé con un gesto de mi mano y observé el exterior. Nadie nos estaba atacando ese día, pero un grupo de personas desconocidas habían entrado en el pueblo misteriosamente. Paseaban por las calles subidos a una extraña carreta pintada de vivos colores: verde, azul, rojo y amarillo. Tocaban instrumentos que no había visto en mi vida pero que desprendían una música maravillosa. Algunos de ellos caminaban delante de la carreta cantando con voces melodiosas.
- Mamá, tienes que ver esto.
Con paso tembloroso, mi madre se acercó a mí y descubrió aquel jolgorio que iluminaba los rostros de mis vecinos. Corrí hacia la puerta y salí al exterior. Fue en ese momento cuando la música cesó y uno de ellos comenzó a hablar:
- Queridos lugartenientes, tengo el honor de anunciaros que esta noche tenéis una cita alrededor de la hoguera para escuchar maravillosas historias que os harán volar a mundos desconocidos que ni siquiera os podéis imaginar.
La gente gritaba de júbilo y hablaban entre ellos sin comprender muy bien lo que estaba ocurriendo, pero como ningún guardia apareció para arrestar a toda esa gente, decidieron que sería una muy buena idea hacer lo que les pedían.
Mi corazón parecía latir desbocado. Contar historias… esa gente se dedicaba a contar historias. No podía creérmelo. Le pedí a mi madre que acudiésemos esa noche a la cita, pero ella no parecía demasiado entusiasmada. Así que finalmente fui yo la que me senté alrededor de la hoguera esa noche, junto con un buen número de habitantes que esperaban entusiasmados el comienzo del espectáculo.
No tuvimos que esperar demasiado. Al poco rato, una música suave invadió toda la plaza y un hombre vestido con ropas de muchos colores comenzó a caminar alrededor de la hoguera mientras recitaba unos maravillosos versos que nos hicieron viajar a mundos imaginarios en los que sus protagonistas vivían maravillosas aventuras, acompañadas de intensos romances y luchas sangrientas. Cuando terminó su historia, todos lo aplaudimos entusiasmados. Las voces se apagaron al ver entrar a un joven que vestía las mismas ropas que el anterior trovador. Parecía no ser mucho mayor que yo. Sus ojos brillaban con intensidad debido al crepitar del fuego y su cabello parecía rojo como la sangre. Nos miró con una intensidad que nos dejó sin aliento y comenzó a recitar su historia. Fue maravilloso. Su voz nos transportó más allá de nuestra imaginación, haciéndonos partícipes de su aventura, incluso haciéndonos creer que éramos los protagonistas. La ovación que recibió ese joven trovador fue ensordecedora y él la agradeció con una inclinación de cabeza. Se marchó y dejó paso a un nuevo compañero, pero yo no podía quedarme sentada. Algo en mi interior me gritaba que debía seguir a ese muchacho y averiguar cómo era posible que alguien tan joven tuviese la capacidad de narrar de esa forma.
Lo encontré a unos veinte pasos de la hoguera, dónde habían instalado su carreta. Estaba rodeado de algunos de sus compañeros con los que compartía su reciente experiencia. Me acerqué con cuidado. No fue hasta que estuve a pocos pasos de ellos cuando una mujer de rostro arrugado se percató de mi presencia.
- ¿Deseas algo? – me preguntó con melodiosa voz.
Todos me miraron expectantes, incluso el joven trovador.
- Me gustaría hablar con él, si eso fuese posible. – contesté señalando al aludido.
La mujer sonrió débilmente y miró al joven.
- Si a Marco no le importa, no veo por qué deba importarme a mí.
Él se encogió de hombros y se acercó a mí.
- Ven conmigo. – me dijo mientras me conducía a una calle un poco más alejada del tumulto de la plaza -. ¿Qué deseas?
- Quería saber cómo habéis entrado en Cirio. Hace años que el gobernador no permite la entrada a nadie, tan solo entra la mercancía que necesitamos para vivir. – dije casi en un susurro.
Marco sonrió y pude comprobar que sus ojos brillaban con intensidad a pesar de que las llamas de la hoguera ya no se reflejaban en ellos.
- Con el poder de las palabras, no te puedes imaginar lo poderosas que son. – contestó -. Esta ciudad es conocida en todo el mundo por permanecer aislada de todo y nosotros nos propusimos el reto de cruzar la muralla para dar a sus habitantes un poco de alegría.
- ¿Estás diciéndome que no somos más que una apuesta? – pregunté un poco molesta.
- Algo así. Sin embargo ahora sé que lo que empezó siendo una apuesta se ha convertido en un milagro.
- ¿A qué te refieres?
- Has tenido que darte cuenta tú también. Fíjate en los rostros de tus vecinos. – me pidió señalando hacia la hoguera que brillaba un poco más lejos -. Sus ojos han recuperado el brillo que no tenían cuando entramos esta mañana, sus sonrisas han despertado la alegría que permanecía oculta en sus almas. El miedo ha sido reemplazado por la esperanza, los sueños y los deseos.
Tenía razón. Mis ojos eran testigos del cambio que la llegada de esos trovadores había provocado en mi pueblo, y en mí misma. En mi interior podía sentir cómo la llama de la esperanza había inundado todo mi ser.
- ¿Cómo es posible que un muchacho de tu edad sea capaz de contar esas historias? Es imposible que hayas vivido tantas aventuras para inspirarlas. – le pregunté mirándolo a los ojos.
- Se trata de magia. – me contestó.
- ¿Magia? No soy estúpida, sé que la magia no…
- ¿No existe? – me interrumpió -. ¿Cómo puedes saberlo? No has visto más mundo que esta pequeña ciudad, por lo tanto desconoces aquello que ilumina el mundo. Son mis sueños los que dotan a mi imaginación de estas historias, sin ellos estoy perdido. Pero para soñar debes creer, pues el escepticismo trae consigo la oscuridad y esa oscuridad destroza cualquier atisbo de imaginación.
- ¿Qué me estás queriendo decir?
- Que si quieres ver magia con tus propios ojos debes creer que existe y luego luchar para encontrarla.
Permanecí en silencio durante un buen rato, pensando en todo lo que Marco me había dicho. Jamás había oído hablar de algo así. Mis historias no iban más allá de mi propia realidad y pensar que algo que parecía fantástico fuese real me producía una inquietud difícil de descifrar.
- No puedo salir de Cirio, lo he intentado varias veces y es imposible. – le respondí con tristeza.
- Confía en ti misma y lo conseguirás. – Marco se acercó a mí y estampó un suave beso en mi mejilla.
Entonces se alejó de allí con una hermosa sonrisa en su rostro. Me marché a casa pensando en todo lo que me había dicho, en la posibilidad de que la magia fuese real y en todas las cosas que podría descubrir si cruzaba esas duras murallas que me separaban del mundo.
Al día siguiente busqué a Marco pero ya se había marchado junto con los demás. Albergué la esperanza de que regresaran algún día, pero pasaron varios años y nunca volvieron. Fue entonces cuando tomé una decisión: me marcharía de Cirio, aunque para hacerlo tuviese que enfrentarme al mismísimo gobernador.

viernes, 31 de enero de 2014

El honor de un caballero



Nunca he tenido el valor suficiente para contar mi historia, ahora lo hago tal vez para demostrar que nuestros sueños pueden hacerse realidad. Yo vivía en una pequeña aldea bastante pobre. Pertenecía a una familia humilde y debía trabajar duro para tener algo que comer cada día. Mi padre murió cuando yo acababa de cumplir los dieciocho años, provocando que todo el peso de la casa recayera sobre mis hombros, ya que mi pobre madre siempre había estado delicada de salud.
Ese año sufrimos un crudo invierno que destrozó todas las cosechas, provocando que el hambre se instalara en nuestro hogar como una sombra oscura que aprisionaba mi corazón. No podía soportar ver cómo a mi madre le abandonaban las fuerzas con el paso del tiempo, el brillo de sus ojos se volvía cada vez más tenue y su aspecto se desfiguraba sin poder hacer nada para remediarlo.
Para bien o para mal, las desgracias unían con fuerza a los habitantes de la aldea, por lo que todos nos volcábamos para ayudar a nuestros vecinos. Al ver la desesperación en mi rostro, una amiga de la familia me buscó un trabajo en la casa de un adinerado caballero que había trabajado para el rey durante muchos años y había conseguido el favor real para tener una vida cómoda. Debía marcharme al día siguiente para dedicarme a mantener la casa limpia y ordenada, mientras mi vecina cuidaba de mi madre y me mantenía informada de su salud por medio de cartas.
Cuando el sol apareció a través de las montañas me encaminé hacia mi destino. Después de varias horas llegué hasta una colina coronada por una enorme casa, construida de fuerte piedra y con un gran número de ventanas en las que chisporroteaba una débil luz. Me acerqué decidida y llamé a la puerta. Me recibió alguien que parecía ser un sirviente, vestido con sencillos pantalones marrones y una camisa blanca, un tanto desgastada. Su rostro era afable y las canas decoraban un cabello que antaño debía de haber sido negro como el ébano.
- Disculpe señorita, ¿qué desea? – me preguntó con voz amable.
- Soy Alustriel, la joven que empieza hoy a trabajar como sirvienta.
El criado sonrió complacido.
- La estábamos esperando. Pase, por favor.
Me quedé maravillada cuando vislumbré el interior de la imponente casa. Una enorme escalera coronaba la estancia, que permanecía iluminada por un buen número de antorchas colgadas a lo largo de la pared. Además había varias esculturas repartidas por la habitación que no supe identificar. El criado me condujo a través de una puerta que se encontraba a la derecha del pasillo, justo antes de llegar a la escalinata. Entré a una habitación más pequeña, rodeada de estanterías que contenían una infinidad de libros. En el centro había una gran mesa de madera, iluminada por el gran ventanal que presidía la habitación. Delante de la mesa estaba sentado un joven bastante apuesto. Yo nunca había tenido demasiada relación con hombres, pues siempre me había dedicado a ayudar a mis padres. Él alzó sus verdes ojos hacía mí y sonrió encantado.
- Eres Alustriel, ¿verdad? – su voz era muy grave, pero dotada de una dulzura increíble.
- Así es, señor. – contesté yo un poco turbada.
- Perdona que no sea mi padre el que te reciba, pero ha recibido un mensaje del rey. Bill te mostrará tus habitaciones y te explicará todo lo que necesitas saber. Espero que tu estancia aquí sea de tu agrado.
- Así será. Gracias.
El criado, cuyo nombre había resultado ser Bill, me condujo escaleras arriba hasta una de las últimas habitaciones del gran pasillo. Jamás me hubiera imaginado que la estancia de una sirvienta brillara con tanta luz y poseyera tantas comodidades como las que allí había. Solté mis escasas pertenencias en la cama y lo observé todo con atención.
- Tenga mucho cuidado, señorita. – dijo Bill, que permanecía en la puerta -. Llevo muchos años en esta casa y lo he visto casi todo. No sería conveniente que os relacionarais más de lo debido con el señor John.
- No sé a qué te refieres, Bill. – inquirí yo un poco confusa.
Bill suspiró con fuerza y sacudió la cabeza.
- Es solo una advertencia. El señor John no suele tratar con demasiado respeto a las doncellas que se instalan en esta casa. Quizás se sienta demasiado importante debido al alto linaje de su padre. El caso es que no suelen durarle mucho las doncellas.
- Lo tendré en cuenta. Gracias, Bill. – contesté un poco asustada.
Bill me enseñó todo lo que debía saber para hacer bien mi trabajo. Había dos mujeres más que trabajaban en las cocinas. Yo me dedicaba a limpiar la casa, a lavar la ropa y a servir la comida en algunas ocasiones. A los pocos días conocí a los padres de John, dos personas muy elegantes y sofisticadas, pero educadas. La verdad es que me trataban bien y no me hicieron sentir fuera de lugar en ningún momento.
Trabajaba cada día con los pensamientos puestos en mi madre. Cada semana recibía una carta de mi vecina explicándome que todo marchaba bien. Yo le contestaba contándole mis quehaceres y cerraba el sobre con el dinero que ganaba en el interior.
Cuando podía disfrutar de algún tiempo libre solía salir al gran jardín que se erguía detrás de la casa, repleto de árboles y hermosas flores que bailaban al son del viento. El joven John paseaba todas las tardes por el pequeño camino de piedra que lo cruzaba. Siempre lo hacía solo. Al verme inclinaba la cabeza con educación y me dedicaba una sonrisa que hacía temblar mis piernas.
- ¿Echas de menos a tu familia? – me preguntó un día.
- Sí… sé que mi madre está bien pero no puedo evitar preocuparme. – le contesté un tanto nerviosa.
- ¿Le ocurre algo?
- Está enferma. Su salud siempre ha sido delicada, pero la crudeza del invierno la ha hecho empeorar.
- Ya veo. Espero que estés cómoda aquí. – inquirió.
- Claro que sí. – me apresuré a contestar -. Todos sois muy amables conmigo.
John sonrió con dulzura. No podía creer que Bill tuviese razón sobre John, no parecía el típico joven que se aprovechaba de las mujeres.
- Me alegra oírlo. La verdad es que yo estoy cansado de estar aquí. Deseo marcharme a conocer el mundo y poder hacer lo que de verdad deseo.
- ¿Y qué es eso que tanto deseas? – me arrepentí en seguida se haber formulado la pregunta.
John me miró con una media sonrisa dibujada en su rostro. Parecía que iba a contestar, pero entonces desvió su mirada hacia el horizonte, donde se podían ver grandes montañas que decoraban el paisaje a lo lejos. Sus ojos brillaban con un anhelo que me partió el alma, como si aquello que más deseaba fuese imposible de realizar.
- Durante toda mi vida he creído que sería un gran caballero como lo es mi padre, me instruyó para ello. Pero entonces llegó el que sería mi hermano adoptivo, un pobre huérfano que mis padres adoptaron para que tuviese una vida mejor. – John hablaba sin mirarme a los ojos, pues su mirada permanecía fija en algún lugar muy lejos de allí-. Todo parecía ir bien, pues por fin tenía un hermano con el compartir mi tiempo. Pero entonces fuimos creciendo y él mostró unas aptitudes maravillosas para convertirse en caballero, así que mi padre se volcó en su formación, ignorándome por completo. Era su favorito, de eso no me cabía la menor duda  y todas mis sospechas se hicieron realidad.
- Así que es tu hermano el que se ha convertido en caballero, ¿no es así? – inquirí con voz débil.
John asintió con tristeza.
- Durante toda mi vida he canalizado esta rabia haciendo todo lo que pudiese molestar a mis padres, desde beber hasta quedar inconsciente hasta verme con mujeres de dudosa reputación.
Por fin comprendí lo que Bill quería decir al afirmar que tuviese cuidado con el señor John. Era un joven atormentado por el rechazo de un padre que había preferido a su hijo adoptivo antes que al propio, tal vez porque presentaba aptitudes más aptas para aquello que él quería, aunque quizás no fuese más que una fachada. Estaba claro que el padre de John permanecía ciego a la verdad y no veía quién era el que de verdad se merecía su atención.
- De todas formas yo me estoy instruyendo en secreto y algún día seré un caballero como lo fue mi padre. – continuó diciendo John.
- Y yo estoy segura de que lo conseguirás.

Después de aquella tarde, todos los días paseaba junto a John mientras éste me contaba la historia de su familia; cómo se habían forjado una gran reputación después de haber servido al rey con honor y lealtad. A su vez, yo le hablaba sobre mi vida, algo que no había hecho jamás con nadie, pero que con él me resultaba demasiado fácil. El hecho de conocer más sobre John y que él supiera aquello que anhelaba y temía hizo que forjáramos una amistad tan especial que un día temí que se convirtiese en algo más profundo.
El invierno llegó a su fin y la primavera llegó con un cálido sol que bañaba la tierra, aportándole fuerza y energía para volver a florecer. Las cosechas por fin regresarían y yo había ganado el suficiente dinero para volver a casa. Ya nada me retenía allí y mi madre me necesitaba.
- La voy a echar mucho de menos. – dijo Bill mientras me ayudaba a recoger mis cosas -. Usted es una muchacha maravillosa y alegre. Esta casa se va a quedar muy vacía. Espero que vengas a visitarme de vez en cuando.
- Claro que sí. Yo también te he cogido mucho cariño y también voy a echarte mucho de menos. – abracé a Bill con fuerza, sin su ayuda tal vez mi estancia hubiese sido más difícil de sobrellevar.
Un carruaje me esperaba en la entrada de la casa, cortesía de los señores. Me despedí de ellos con una sonrisa y me dispuse a marcharme. Fue entonces cuando alguien me cogió la mano. Mi corazón empezó a latir con fuerza al sentir el contacto de John tan cerca.
- Así que ya te vas, ¿no?
Asentí sin saber muy bien qué decir.
- Cuídate mucho. Quiero que sepas que aquí tienes un hogar para cuando te haga falta.
- Gracias. Espero que la próxima vez que escuche hablar de ti, sea a través de un bardo que narre tus proezas y hazañas. Entonces vendré a buscarte y te felicitaré. Hasta siempre.
Intenté darme la vuelta para marcharme, pero entonces John tiró de mí y me abrazó con fuerza. Sentir su cuerpo tan cerca del mío me produjo un escalofrío que me impidió reaccionar. Lo único que pude hacer fue percibir su aroma y disfrutar con la sensación que me embargaba.
- Hasta siempre. – se despidió cuando se separó de mí.
Subí al carruaje. Mientras me alejaba de allí, observé a través de la ventana a John que me observaba fijamente.
Cuando regresé a casa me alegré al ver que mi madre estaba mucho mejor. El dinero que le había ido enviando había servido para mejorar su salud. Pasamos una primavera y un verano bastante tranquilo. El invierno fue algo más duro pero conseguimos salir adelante. Todo parecía ir bien, después de todo. Aunque la imagen de John me asaltaba cada vez que la noche caía sobre mí. No podía evitar que mi corazón latiera con fuerza cada vez que su rostro aparecía en mi mente.
Un día, mientras recogía la cosecha, un niño se acercó a mí gritando a pleno pulmón.
- ¿Qué pasa, pequeño? – pregunté extrañada.
- Hay un señor que te busca. Está esperándote en la plaza.
- ¿Un señor? ¿A mí? ¿Estás seguro?
- ¡Sí! Tu madre me envió a buscarte.
- Gracias, voy en seguida.
Sin saber lo que iba a encontrarme, me encaminé hasta la plaza lo más deprisa que pude. Cuando llegué hasta allí, me detuve sorprendida. Sentado en uno de los bancos de madera había un caballero vestido con una armadura que brillaba cuando la luz del sol se reflejaba en ella. Me acerqué a él despacio.
- Disculpe, señor, ¿me estaba buscando?
El joven caballero se volvió y me miró con enorme sonrisa. Al verlo, creí que mis pies no me sostendrían.
- ¿John? ¿Eres tú?
- ¿Tú qué crees?
- Eres un caballero. Lo… lo has conseguido.
- Así es, ya soy un caballero de verdad.
- ¿Cómo ha ocurrido? – le pregunté entusiasmada.
John se encogió de hombros.
- Cuando te vi marchar me di cuenta de que podía hacer lo que quisiera si luchaba por ello, al igual que hiciste tú, pues viajaste muy lejos para salvar la vida de tu madre. Y lo conseguiste. Fue tu valor el que me dio fuerzas para luchar por aquello que deseaba.
- Sabía que lo conseguirías, pues en tu corazón anida un valor que no conocías.
- Lo sé, pero fue necesario que tú rompieses esa barrera que lo mantenía prisionero. Fue entonces cuando penetraste dentro de él y jamás he podido sacarte.
- ¿A qué te refieres? – pregunté intentando controlar el temblor de mis piernas.
- Te quiero, Alustriel. Desde el primer día en que te vi. He venido a pedirte que te cases conmigo.
Tuve que sentarme en el banco, porque ya no tenía fuerzas suficientes para continuar de pie. John se sentó conmigo y sostuvo mi rostro entre sus manos. Lo miré fijamente y entonces me besó. Fue mi primer beso y es algo que no olvidaré en toda mi vida.
Por supuesto que me casé con John, era lo que más deseaba en el mundo. Gracias a su valor, se convirtió en uno de los caballeros más importantes del reino y libró un sinfín de batallas con éxito. Fui muy feliz durante mucho tiempo, hasta que un cruel giro de los acontecimientos lo arrancó de mi lado para siempre. Aún vivo con su recuerdo, es por eso por lo que he querido contar mi historia, para que la suya propia jamás muera en el olvido.